Occidente -y con occidente se quiere decir la hegemonía neoliberal tributaria de la Casa Blanca- acostumbra a mistificar los procesos históricos reales eliminando, justamente, su historia.
El apoyo de la mayoría de los gobiernos mundiales, junto a un despliegue mediático apologético en donde Hollywood ha jugado un rol protagónico, ha posicionado al Dalai Lama y su lucha “por la liberación del Tíbet” como la panacea de la justicia y la espiritualidad pacifista.
Ha bastado que famosos actores comerciales como Richard Gere y Sharon Stone dieran un espaldarazo al catorceavo Dalai para que la cosmética imagen del oriente “espiritual” se patentara como signo de la lucha mundial en contra de la opresión totalitaria.
Sin embargo, en este clima de fervoroso apoyo a la liberación del Tíbet pocas veces se tiene en cuenta la real historia de esta provincia china, marcada por la represión, la tortura y un feudalismo teocrático sumamente explotador. Poco le importó al Comité Noruego del Premio Nobel las permanentes violaciones a los derechos humanos realizadas bajo el gobierno del Dalai Lama, violaciones que incluían las amputaciones de nariz y ojos, entre otras, al otorgarle el Premio de la Paz en 1989...
El clero y la lucha de clases en el antiguo Tíbet
El Tíbet previo a la ocupación china funcionaba bajo un sistema teocrático feudal basado principalmente en una servidumbre de la mayor parte de la población bastante parecida a la esclavitud. Más del 90% de la sociedad eran siervos sin tierras, las cuales eran en su gran mayoría propiedad del clero monacal. La clase dominante estaba constituida por un reducido grupo de monjes provenientes de la aristocracia, mientras que la mayoría del pueblo oprimido eran campesinos y monjes de menor rango.
“Esta desigualdad económica, determinada por la clase, dentro del clero tibetano, era muy parecida a la del clero cristiano en Europa medieval.
Junto con el clero superior, se beneficiaron los dirigentes laicos. Un ejemplo notable fue el comandante en jefe del ejército tibetano, que poseía 4.000 kilómetros cuadrados de tierra y 3.500 siervos. También era miembro del gabinete laico del Dalai Lama”, señala el historiador estadounidense Michael Parenti en el ensayo “Tíbet. Un infierno bajo la teocracia y el feudalismo”.
De una población de 1.250.000 en 1953, 700.000 eran siervos. Vivían como propiedad de sus “señores”, quienes regulaban de facto sus vidas. La expectativa de vida era de 35 años, mientras que la mortalidad infantil era de un 43%. Las jornadas en las faenas eran de 16 a 18 horas diarias. Más del 95% de los tibetanos eran analfabetos. No existían ni escuelas ni hospitales. Mucho menos electricidad. Pero sí una agobiante carga impositiva.
“Pagaban impuestos por casarse, por el nacimiento de cada hijo y por cada muerte en la familia. La gente pagaba impuestos por ir a prisión y por su liberación. Incluso los mendigos pagaban impuestos. Los que no podían encontrar trabajo pagaban impuestos por no tenerlo, y si viajaban a otra aldea en busca de trabajo, pagaban un impuesto por derecho de tránsito.
Cuando la gente no podía pagar, los monasterios le prestaban el dinero con un interés de entre un 20 y un 50 por ciento. Algunas deudas eran pasadas de padres a hijos y a nietos. Los deudores que no podían pagar sus compromisos podían ser esclavizados durante todo el tiempo exigido por el monasterio, algunas veces por el resto de sus vidas”, sostiene Parenti.
Por otro lado, las torturas eran una práctica sistemática en este despotismo teocrático. Era común la amputación de extremidades (fotografía), ojos, narizes y bocas por delitos comunes. Varios monasterios tenían sus propias cárceles privadas, donde se aplicabas arbitrarias condenas a los campesinos, además de torturas. Ni hablar de las condiciones generales de vida de los tibetanos comunes, acostumbrados a la más precaria de las existencias.
“El sistema feudal impedía el desarrollo de las fuerzas productivas. No permitía el uso de arados de hierro, extraer carbón, pescar, cazar, ni hacer innovaciones sanitarias de ningún tipo. No había ni comunicaciones ni comercio ni ninguna industria por elemental que fuera. Mil años atrás, cuando se introdujo el budismo, se calcula que en Tíbet vivían diez millones de personas, pero en 1950 sólo quedaban dos o tres millones”, describe Sara Flounders, militante del Workers World Party y co-directora del International Action Center, en el articulo “La CIA y el Dalai Lama”.
El Gobierno en el exilio y la conexión con la CIA
Los revolucionarios chinos llegaron al Tíbet en 1951, reivindicando al “techo del mundo” como un protectorado, nada nuevo en realidad ya que eso era hace más de 700 años. A diferencia del mito popular, la ocupación comunista no fue realizada a través de una invasión del territorio, sino a través de un programa paulatino de transformación del sistema económico y político. De hecho, se mantuvo al Dalai Lama en el gobierno, reservando para China el control militar y el derecho exclusivo de conducir las relaciones exteriores.
“Si Tíbet se integraba en la República Popular de China, el gobierno de propietarios de siervos (llamado ‘kashag’) podría seguir gobernando durante un tiempo bajo la dirección del gobierno central popular. Los comunistas no abolirían las prácticas feudales ni tomarían medidas contra la religión hasta que el pueblo no apoyase los cambios revolucionarios.
El gobierno feudal aceptó la propuesta y firmó el Acuerdo de 17 puntos que reconocía la soberanía china y se aplicaba en las zonas sometidas al ‘kashag’ y no en otras zonas tibetanas donde vivía la mitad de la población. El 26 de octubre de 1951 el Ejército Popular de Liberación entró pacíficamente en Lasha bajo el mando del general Zhang Guojua”, explica Flounders.
Pero los “señores” y lamas no confiaban en los comunistas chinos, quienes podían cambiar radicalmente las relaciones productivas dentro de los feudos. En 1956, bandas armadas reclutadas por la teocracia y subvencionadas por la CIA empezaron a asediar al Ejército Popular de Liberación de China, sin mayores resultados. Cerca de 1.700 mercenarios tibetanos fueron entrenados en campos militares estadounidenses ad hoc.
Viendo sus privilegios en peligro, “su santidad” partió al extranjero junto a gran parte de la aristocracia, creando en la ciudad india de Dharamsala un “gobierno en el exilio” financiado por la Casa Blanca con 1,7 millones de dólares anuales hasta los noventa al menos. El propio Dalai era un agente de la CIA con un sueldo de 180.000 dólares anuales.
El Tíbet y su relación con los nazis
En 1996 se estrenó la película “7 años en el Tíbet”, en la que un internacionalmente reconocido Brad Pitt encarnaba a Heinrich Harrer, alpinista austriaco que vivió entre 1944 y 1951 en Lasha, capital del Tíbet.
Condecorado con la “luz de la verdad” por el gobierno en el exilio en recompensa de su campaña internacional por el “Tíbet libre”, y amigo personal del propio Dalai Lama, Harrer logró mantener por décadas oculto su pasado de militante nazi.
En el libro que escribió Herrer, homónimo de la película, el austriaco se presenta a sí mismo como un eximio montañista guiado por simples intereses deportivos de explorar el Diamir, una de las caras del Nanga Parbat, la novena cumbre más alta del mundo. Sin embargo, los nexos entre el Tercer Reich y el gobierno de los lama sugiere algo distinto.
En 1939, una expedición de la SS comandada por Ernst Schäfer, zoólogo alemán, y patrocinada por Himmler, quien sentía gran admiración por el misticismo tibetano, permaneció por dos meses en Lasha. Dentro de los objetivos de la misión estaba la comprobación científica de si los tibetanos eran los arios del norte, pensando sumar aliados en la expansión por oriente y la confrontación con los ingleses en la India.
Por eso, es difícil pensar que Harrier estuviera motivado solo por intereses deportivos, en especial si se tiene en cuenta el gran aprecio que sentía Hitler por el alpinista.
Sebastián Fierro Kalbhenn
Tomado de El Ciudadano